Investigadores de Stanford han descubierto cómo el cerebro convierte estímulos breves en estados emocionales prolongados, un hallazgo clave para comprender trastornos como la depresión o el estrés postraumático.
¿Por qué sentimos más de lo que parece?
Las emociones son una forma de expresarnos, pero estas también pueden enfermarnos. Aunque no siempre comprendemos su origen, sin ellas sería imposible tomar decisiones o adaptarnos al entorno.
Un nuevo estudio de Stanford Medicine revela que incluso los estímulos negativos más fugaces pueden desencadenar una actividad emocional prolongada en el cerebro, este mecanismo evolutivo, diseñado para anticipar peligros, también podría explicar por qué algunas emociones se vuelven persistentes y patológicas.
El experimento, fue realizado con humanos y ratones, este mostró que una simple ráfaga de aire en el ojo activa una segunda fase de actividad cerebral relacionada con las emociones, esta fase se extiende más allá del estímulo original.
Si este proceso se desregula, es decir, si dura demasiado o muy poco, puede contribuir al desarrollo de trastornos como la ansiedad, la depresión o el trastorno obsesivo compulsivo.
El cerebro, es como un piano con pedal
Ethan Richman, coautor del estudio, compara este mecanismo con el pedal de resonancia de un piano, ya que este prolonga lo que debería ser efímero. Esa persistencia es lo que permite que el cerebro generalice experiencias y se prepare para situaciones similares en el futuro.
Karl Deisseroth, líder del proyecto, explica que esta actividad sostenida podría ser clave en cómo nuestro cerebro adapta su comportamiento tras experiencias intensas.
Para medir este fenómeno, los científicos eligieron un estímulo simple pero universal, como las ráfagas de aire en el ojo, un procedimiento común en oftalmología. Era seguro, breve y reproducible tanto en humanos como en ratones.
Los voluntarios eran pacientes con epilepsia que ya tenían electrodos implantados. Tras cada soplo de aire, se registraron dos patrones cerebrales, uno rápido, de detección del estímulo, y otro más lento, vinculado al estado emocional.
Cuando se repitió el experimento bajo los efectos de ketamina, un fármaco disociativo, los voluntarios ya no describían la experiencia como molesta ni mostraban conductas defensivas, aunque el reflejo seguía presente.
Esto sugiere que el estado emocional está directamente vinculado a esa segunda fase de actividad cerebral. La ketamina la acorta drásticamente, impidiendo que el cerebro “amplifique” la emoción.
Implicaciones para la salud mental
Los investigadores proponen que esta “ventana emocional” cerebral podría ser clave para entender y tratar trastornos neuropsiquiátricos. Una fase emocional muy estable podría contribuir al estrés postraumático, mientras que una fase demasiado corta impediría integrar correctamente la experiencia, como ocurre con ciertos efectos de la ketamina.
Deisseroth plantea que estados cerebrales excesivamente estables también podrían estar detrás de condiciones como el autismo, donde las personas tienen dificultades para adaptarse a cambios rápidos en la información.
Además, factores individuales como la genética o las experiencias vitales parecen influir en cómo se expresan estas emociones persistentes, lo que podría explicar por qué algunas personas desarrollan trastornos y otras no, frente a los mismos estímulos.
Este descubrimiento abre una nueva ventana hacia el entendimiento del cerebro emocional. ¿Y si la clave de nuestra estabilidad o inestabilidad emocional estuviera en cómo el cerebro alarga lo que apenas duró un instante?
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