La pandemia provocó un envejecimiento cerebral más rápido incluso en no infectados

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A partir de los 30 años, el cerebro humano comienza a reducir su volumen de forma natural, perdiendo alrededor de 0.2% de su tamaño cada año.

Durante los últimos años, el mundo vivió una de las mayores crisis sanitarias de la historia reciente: la pandemia por COVID-19. Las consecuencias más visibles se contaron en cifras de contagios, hospitalizaciones y muertes. Sin embargo, en el silencio del confinamiento y bajo la mascarilla del aislamiento, nuestro cerebro también sufrió. Una nueva investigación revela que incluso quienes no se infectaron con el virus experimentaron un envejecimiento cerebral acelerado, en promedio, de unos 5,5 meses.

Este hallazgo surge de un estudio realizado por científicos de la Universidad de Nottingham, en Reino Unido, quienes analizaron resonancias magnéticas cerebrales de casi mil personas. Su objetivo era entender si el contexto pandémico en sí —más allá de la enfermedad viral— podía alterar la salud cerebral. La respuesta fue afirmativa.

Utilizando inteligencia artificial y modelos de aprendizaje automático, los investigadores observaron que la llamada “brecha de edad cerebral” (la diferencia entre la edad real y la edad estimada del cerebro) había aumentado en quienes vivieron la pandemia, independientemente de si contrajeron el SARS-CoV-2. Y lo más revelador: el envejecimiento fue más notorio en hombres y personas de entornos socioeconómicamente desfavorecidos.

Cómo se mide el envejecimiento cerebral

El concepto de “edad cerebral” es relativamente nuevo en la medicina. Gracias al uso de inteligencia artificial aplicada a imágenes por resonancia magnética, ahora es posible estimar cuán “viejo” luce un cerebro en comparación con la edad cronológica de una persona. Cuando un cerebro parece más viejo de lo esperado, eso puede indicar mayor riesgo de deterioro cognitivo, demencia u otras enfermedades neurológicas.

Para este estudio, los investigadores usaron datos del Biobanco del Reino Unido, un repositorio médico que contiene imágenes y datos genéticos de más de medio millón de personas. Entrenaron un algoritmo con 15.000 imágenes cerebrales de adultos sanos y luego lo aplicaron a un grupo de 996 personas divididas en dos grupos:

  • Grupo control (564 personas): Se tomaron dos imágenes cerebrales antes de la pandemia.
  • Grupo pandemia (432 personas): Se tomaron una imagen antes y otra después del inicio de la pandemia.

El resultado fue claro: en el segundo escáner, quienes vivieron el período pandémico presentaban cerebros que parecían, en promedio, medio año más viejos que los del grupo control. Esta diferencia, aunque puede parecer pequeña, es significativa cuando se observa a nivel poblacional y considerando que se trata de cambios cerebrales estructurales.

La pandemia invisible: aislamiento y soledad

Uno de los hallazgos más impactantes es que el deterioro cerebral se presentó incluso en personas no infectadas por COVID-19. Esto sugiere que el simple hecho de haber vivido en condiciones de confinamiento, incertidumbre, estrés crónico, interrupción de rutinas sociales y laborales, y exposición constante a malas noticias, habría sido suficiente para afectar nuestro cerebro.

La soledad percibida, la disminución del contacto físico y la reducción en la estimulación cognitiva y emocional son factores bien documentados que aceleran el deterioro cerebral. Estudios previos ya habían demostrado que el aislamiento social afecta áreas del cerebro vinculadas a la memoria, el estado de ánimo y la toma de decisiones.

El autor principal del estudio, Ali-Reza Mohammadi-Nejad, destacó que lo más sorprendente fue que personas sin contacto directo con el virus también mostraban un “aumento significativo” en la tasa de envejecimiento cerebral. Esto refuerza la teoría de que la experiencia colectiva de la pandemia fue, por sí sola, una agresión neurológica.

Y hay más: cuando se aplicaron pruebas cognitivas a los participantes, se observó que el rendimiento cognitivo —especialmente en áreas como la flexibilidad mental y la velocidad de procesamiento— se deterioró en aquellos que habían sido infectados. Esto sugiere que la infección por COVID-19 puede tener efectos adicionales sobre el cerebro, sumándose al impacto del entorno social.

¿Puede el cerebro recuperarse?

Si bien estos datos suenan preocupantes, los científicos también son cautos. El estudio no puede determinar si el envejecimiento cerebral observado es reversible, ni cuánto tiempo duran estos efectos. Tampoco se analizaron poblaciones fuera del Reino Unido, por lo que se necesita más investigación a escala global para confirmar los hallazgos.

Sin embargo, el mensaje de fondo es importante: las crisis globales, incluso cuando no dejan cicatrices visibles, pueden tener efectos profundos sobre la salud mental y neurológica de la población. Las políticas de salud pública, por tanto, deben incluir no solo estrategias para combatir la enfermedad física, sino también acciones para mitigar el impacto psicológico y social de eventos como pandemias.

¿Qué se puede hacer? Aquí algunas recomendaciones basadas en evidencia:

  • Fomentar la reconexión social. Programas comunitarios, voluntariados, y actividades grupales pueden ayudar a reducir la soledad.
  • Estimular el cerebro. Leer, aprender cosas nuevas, practicar juegos de lógica o música ayudan a mantener el cerebro activo.
  • Atender la salud mental. La depresión y la ansiedad aceleran el envejecimiento cerebral; tratarlas es clave para la salud cognitiva.
  • Hacer ejercicio. La actividad física no solo mejora el cuerpo, sino que también favorece la neuroplasticidad.
  • Dormir bien. Un descanso adecuado protege el cerebro y ayuda a eliminar toxinas que se acumulan durante el día.

Una nueva mirada a la salud cerebral y un envejecimiento inesperado

El estudio de la Universidad de Nottingham lanza una advertencia silenciosa pero poderosa: el envejecimiento cerebral no solo es cuestión de años, sino también de circunstancias. La pandemia de COVID-19 nos enseñó que los desafíos sociales y emocionales también pueden dejar huellas en nuestra biología más profunda.

Ahora, el reto es prevenir y, si es posible, revertir ese impacto. Las futuras políticas de salud deben tomar en cuenta que proteger el cerebro va más allá de evitar infecciones; también implica crear entornos sociales saludables, reducir el estrés y fomentar la resiliencia mental.

Porque incluso en los tiempos más inciertos, cuidar de nuestra salud cerebral puede ser una forma silenciosa pero poderosa de resistencia.

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